FLORES BLANCAS (MIL AÑOS DE SUEÑOS)

Adorables flores blancas adornan la ciudad. Por todos los rincones de las calles, no en parterres o jardines dedicados a su cultivo, sino mezclándose de manera natural y en profusión con cada hilera de casas, como si los edificios y las flores hubieran crecido juntos.

Es el comienzo de la primavera y la nieve aún no ha desaparecido de las montañas cercanas, pero la refulgente luz solar baña ya la franja de océano que lame con delicadeza la orilla sur de la ciudad. Esta es una antigua y próspera ciudad portuaria. Todavía hoy, sus muelles son testigos cada día del ir y venir de trasatlánticos y cargueros.

Sin embargo, su historia está dividida claramente entre el «antes» y el «después» de un acontecimiento que sucedió un día hace mucho tiempo.

Aquí la gente prefiere no hablar sobre aquello; es la marca divisoria grabada en la cronología de la ciudad.

Los recuerdos son demasiado tristes para contar historias sobre ellos.

Kaim lo sabe y, por eso, ha regresado una vez más.

¿De paso? – le pregunta el dueño de la taberna.

Kaim responde al sonido de su voz con una leve sonrisa.

Supongo que está aquí por el festival. Debería tomarse su tiempo y disfrutarlo.

El hombre está de muy buen humor. Lleva bebiendo con sus clientes vaso tras vaso y tiene la cara bastante roja, pero nadie muestra signos de culparlo por excederse. Todos los asientos de la taberna están llenos y el aire retumba con las risotadas. De vez en cuando también se oyen voces felices que vienen del camino.

La ciudad entera está de celebración. Una vez al año este festival hace que la gente se divierta toda la noche hasta que sale el sol.

Espero que tenga habitación para esta noche, señor. Ahora es demasiado tarde para encontrar una, todas las posadas están a rebosar.

Eso parece.

Tampoco es que nadie vaya a ser tan tonto como para pasar una noche como esta tranquilamente en su habitación metido bajo las mantas.

El dueño de la taberna guiña un ojo a Kaim como si le dijera «usted no, señor, estoy seguro».

Esta noche vamos a celebrar la mayor y más divertida fiesta jamás vista, y todo el mundo está invitado, sean lugareños o no. Bebida, comida, juego, mujeres: dígame lo que quiere. Le puedo conseguir lo que desee.

Kaim toma un sorbo de su bebida y no dice nada. Planea permanecer despierto toda la noche, por lo que no ha alquilado una habitación; aunque tampoco piensa disfrutar del festival.

Kaim va a ofrecer una oración una hora antes del amanecer, cuando la noche es más oscura y profunda. Se marchará de la ciudad, movido por el sol de la mañana conforme este asome la cara entre las montañas y el mar. Al igual que hizo en su última visita.

Por entonces el dueño de la taberna, que hace unos minutos le contaba a uno de sus clientes habituales que su primer nieto estaba a punto de nacer, era solo un crío.

A esta invito yo. ¡Beba! – dice el dueño de la taberna, rellenando el vaso de Kaim mientras escudriña a este con recelo-. Viene para el festival ¿verdad?

En realidad no – dice Kaim.

¡No me diga que no sabía nada! ¿Quiere decir que ha venido de casualidad?

Me temo que sí.

Bien, si ha venido por negocios, olvídelo. Nadie hablará en serio en una noche tan especial como esta.

El dueño de la taberna le explica lo que de especial tiene esta noche.

Debe haber oído algo. Una vez, hace mucho, mucho tiempo, esta ciudad por poco quedó destruida del todo.

Hay dos clases de acontecimientos que dividen la historia en un «antes» y un «después»: uno es el nacimiento o muerte de algún gran personaje, un héroe o un salvador. El otro es algo como una guerra, una plaga o un desastre natural.

Lo que dividió la historia de esta ciudad en un «antes» y un «después» fue un terrible terremoto.

Ocurrió sin previo aviso mientras la gente de la ciudad dormía profundamente; no tuvieron oportunidad de huir. Con un rugido se abrió una grieta en la tierra, y los caminos y los edificios se hicieron pedazos. Surgieron fuegos que se extendieron en un abrir y cerrar de ojos. Casi todos murieron

No puede ni imaginarlo. Todo lo que yo sé es lo que me enseñaron en la escuela. ¿Y qué significa el «Festival de la Resurrección» para un niño? Tan solo era algo que había ocurrido hace mucho tiempo. Vivo aquí y eso es todo lo que significa para mí, así que un viajero como usted probablemente no pueda ni hacerse una idea de cómo fue.

¿Así es como llaman a esta fiesta? ¿»Festival de la Resurrección»?

Pues sí. La ciudad resucitó desde su ruina total y se convirtió en esto. De eso trata la celebración.

Kaim sonríe a pesar de todo y apura el trago.

¿Qué es tan gracioso? – pregunta el dueño de la taberna.

La última vez que estuve aquí, lo llamaban el «Día Conmemorativo del Terremoto».

No era una fiesta con celebraciones desenfrenadas.

¿Qué está diciendo?, ¿Ha sido el «Festival de la Resurrección» desde que era niño.

Eso fue antes de que fuera lo bastante mayor como para recordar algo.

¿Cómo?

Y antes de eso, se llamaba «Consuelo de los Espíritus». Quemaban una vela por cada persona que murió, y rezaban para que descansaran en paz. Era una fiesta triste, con mucho llanto.

Habla como si usted mismo lo hubiera visto.

Lo vi.

El dueño de la taberna ríe con un fuerte resoplido.

Parece sobrio, pero debe de haber perdido la cabeza con el alcohol. Escuche, es la noche del festival, así que va a librarse aunque me haya tomado el pelo, pero no diga bobadas así delante de otra gente de la ciudad. Nuestros ancestros, incluidos los míos, son los que sobrevivieron por poco.

Kaim sabe bien lo que hace. Jamás esperó que el hombre le creyera. Solo quería averiguar por sí mismo si la gente de la ciudad aún trasmitía los recuerdos de la tragedia; si, detrás de sus caras sonrientes, todavía quedaba la pena que habían heredado desde la época de sus antepasados.

Cuando otro de los clientes lo llama, el dueño de la taberna deja a Kaim, pero primero le hace una advertencia.

Cuidado con lo que dice, señor. Ese tipo de tontería le meterá en un lío. De verdad. Piense en ello: ¡el terremoto ocurrió hace doscientos años!

Kaim no responde. En su lugar, bebe de su licor en silencio.

Entre los que murieron en la tragedia hace doscientos años estaban su esposa y su hija.

De todas las docenas de esposas y cientos de hijos que Kaim ha tenido en su vida eterna, la mujer y la niña que tuvo aquí le resultan especialmente inolvidables.

En aquellos días, Kaim tenía un trabajo en el puerto.

Solo estaban los tres: él, su esposa y su niñita. Vivían de forma sencilla y feliz.

El mismo tipo de días que habían precedido a hoy continuarían como mañanas sin fin.

Todos en la ciudad lo creían; incluidas la mujer y la hija de Kaim, por supuesto.

Pero Kaim no pensaba lo mismo.

Precisamente porque su propia vida era larga sin fin y en consecuencia había saboreado el dolor de innumerables despedidas, Kaim sabía demasiado bien que en la vida cotidiana de los humanos no había nada «para siempre»

Esta vida que su familia había llevado acabaría en algún momento. No podría continuar sin cambios. Sin embargo, esto no le provocaba pena alguna. Al negárseles él «para siempre», los seres humanos sabían cómo amar y valorar el aquí y ahora.

A Kaim le gustaba especialmente enseñarle flores a su hija, cuanto más frágiles y efímeras mejor.

Las flores que se abrían con el sol de la mañana y se marchitaban antes de que el sol se pusiera podían encontrarse en cualquier parte de la ciudad portuaria; adorables flores blancas que brotaban al comienzo de la primavera.

A su hija le encantaban las flores. Era una niña dulce que nunca cogería una flor que había luchado tan valientemente por abrirse. En su lugar, simplemente las miraba durante horas.

Ese año, también…

¡Mira que grandes son los capullos! ¡Están a punto de abrirse! – dijo felizmente al encontrar flores blancas en el camino cercano a la casa.

¿Mañana, tal vez? – preguntó Kaim en voz alta.

Seguro – dijo su mujer contenta. -Mañana levántate temprano y échales un vistazo.

Pobres flores – dijo la niña -. Son bonitas cuando florecen, pero se marchitan enseguida.

Tanto mejor – dijo la esposa de Kaim -. Da buena suerte verlas florecer. Eso lo hace más divertido.

Puede ser divertido para nosotros -respondió la niña -. Pero piensa en las pobres flores. Se esfuerzan tanto por abrirse y se marchitan el mismo día. Es triste…

Bueno, supongo que sí…

Una tristeza momentánea invadió la habitación, pero Kaim la disipó rápidamente con una risa.

Felicidad no es lo mismo que «longevidad» – dijo.

¿Qué quieres decir, papá?

Pues que no florezca durante mucho tiempo, pero la flor es feliz si puede ser la más bella y dar el mejor perfume que tiene mientras está abierta.

La niña parecía tener dificultades para comprender esto y simplemente asintió con un ligero suspiro. Entonces se puso a sonreír y dijo:

Si tú lo dices será verdad, papá.

«Tu sonrisa es más bonita que cualquier flor abierta.»

Debería habérselo dicho. Después Kaim lamentó no haberlo hecho. Llegó a comprender que las palabras que había pronunciado tan a la ligera resultaron ser una especie de profecía.

Bueno, damisela – dijo -, si vas a levantarte temprano para ver las flores mañana por la mañana, será mejor que te vayas ya a la cama.

De acuerdo, papá, si es necesario…

Yo también me voy a la cama – dijo la mujer de Kaim.

Vale. Buenas noches, papá.

La mujer dijo a Kaim:

Buenas noches, querido, me voy a la cama de verdad. Buenas noches -respondió Kaim, disfrutando de una última bebida para calmar la fatiga del día.

Esas resultaron ser las últimas palabras que la familia compartiría.

Un violento terremoto asoló la ciudad «antes» del amanecer.

La casa de Kaim quedó reducida a un montón de escombros.

Los dos seres queridos de Kaim partieron mucho antes de poder despertar de su profundo sueño y ni siquiera tener la oportunidad de decirle «buenos días».

El sol de la mañana se elevó sobre una ciudad que había sido destruida en un momento.

Entre los escombros, las flores brotaban; las flores blancas que la hija de Kaim había ansiado tanto ver.

Kaim pensó en poner una flor como ofrenda para el frío cadáver de su hija, pero rechazó la idea.

No podía coger flores.

Comprendió que nadie, ningún ser vivo sobre la faz de la tierra, tenía el derecho de arrebatarle la vida a una flor que solo vivía un corto día.

Kaim nunca pudo decirle a su hija «ve al cielo primero y espérame: estaré allí dentro de poco»

Tampoco conocería jamás la alegría de reunirse con sus seres queridos.

Vivir mil años significaba soportar el dolor de mil años de despedidas.

Kaim continuó su largo viaje.

Un vertiginoso número de años y meses siguieron, años y meses en los que innumerables guerras y catástrofes naturales azotaban la tierra. La gente nacía y moría. Se amaban y se separaban de los seres queridos. Había alegrías imposibles de medir y penas igualmente incompensables. La gente se peleaba y discutía sin parar, pero también se amaba y perdonaba constantemente. Así se desarrollaba la historia conforme las lágrimas del pasado evolucionaban poco a poco en plegarias por el futuro.

Kaim continuó su largo viaje. Después de un tiempo, rara vez pensaba en la esposa y la hija con las que había pasado aquellos breves días en la ciudad portuaria. Pero nunca se olvidó de ellas.

Y en el transcurro de sus viajes, volvió a detenerse en la ciudad portuaria.

Conforme la noche se hacía más profunda, el barbullo de las multitudes aumentaba, pero ahora, según aparecía la luz en el cielo oriental, sin una señal de nadie, el ruido dio paso al silencio.

Kaim ha permanecido en la plaza central de la ciudad. Los juerguistas también han llegado hasta aquí de uno en uno, hasta que antes de que se diera cuenta, la plaza adoquinada se ha llenado de gente. Kaim siente una mano en su hombro:

¡No esperaba encontrarle aquí! – dice el dueño de la taberna.

Cuando Kaim le sonríe silenciosamente, el dueño de la taberna parece algo avergonzado y dice: Hay algo que olvidé contarle antes… – ¿Eh..?

Bueno, ya sabe, el terremoto sucedió hace mucho tiempo. Antes de la época de mi padre y de mi madre, incluso antes de la generación de mis abuelos. Puede que suene raro pero no puedo imaginar esta ciudad en ruinas.

Sé a qué te refieres.

En realidad creo que es probable que haya cosas en este mundo que no puedan olvidarse aunque no hayas llegado a vivirlas. Como el terremoto: no lo he olvidado. Yo no soy el único. Puede que sucediera hace doscientos años, pero nadie de la ciudad lo ha olvidado. No puedo imaginármelo, pero tampoco puedo olvidarlo.

Cuando Kaim asiente de nuevo para indicar que comprende las palabras de tabernero, una lúgubre melodía resuena en la plaza. Es la hora en la que el terremoto destruyó la ciudad.

Todos los reunidos, el dueño de la taberna y Kaim entre ellos, cierran los ojos, juntan las manos y ofrecen una oración.

Con los ojos cerrados Kaim ve las caras sonrientes de su esposa e hija muertas. ¿Por qué estas caras que creen con todo su corazón que mañana vendrá seguro son tan bellas y tristes?

La música termina.

El sol de la mañana se eleva en el horizonte.

Y por todas partes de la ciudad se abren innumerables flores blancas.

En doscientos años, las flores blancas han cambiado.

Los científicos han planteado la hipótesis de que el terremoto cambió la naturaleza misma de la tierra, pero nadie sabe la causa con seguridad.

La vida de las flores se ha alargado.

Cuanto antes se abrían y marchitaban en un solo día, ahora se mantienen en flor durante tres o cuatro días de una vez.

Humedecidas por el rocío de la noche, bañadas por la luz del sol, las flores blancas se esfuerzan por vivir la vida al máximo, embelleciendo la ciudad como si lucharan por vivir la parte de vida que se les negó a aquellos cuyos «mañanas» les fueron arrebatados para siempre.

EL RETORNO DE UN HEROE (MIL AÑOS DE SUEÑOS)

Se encuentra solo entre una multitud de hombres toscos, dando cuenta de su bebida en un rincón de la única taberna de la vieja ciudad. Un hombre solitario cruza la puerta de la taberna. Recubre sus enormes proporciones el atuendo de un guerrero. Su sucio uniforme sugiere que viene de lejos. La fatiga se le refleja en la cara, pero sus ojos tienen un brillo penetrante, la mirada de un luchador en acción.

El ruido de la taberna se silencia al momento. Todas las miradas del lugar se clavan en el soldado con respeto y gratitud. Por fin ha terminado la larga guerra contra el país vecino, y los hombres que han luchado en el frente vuelven a casa. Ese es el caso de este militar.

El soldado se sienta en la mesa de al lado de Kaim y engulle un trago de licor con la contundencia de un bebedor habitual, un hombre que bebe para matar su dolor.

Dos, tres, cuatro…

Otro cliente, el típico rufián de ciudad, se le acerca con una botella en la mano y una sonrisa obsequiosa.

Deja que te ofrezca un trago – dice el hombre -, como muestra de gratitud por tus heroicos esfuerzos por la patria.

Sin sonreír, el soldado deja que el hombre llene su copa.

¿Cómo ha sido estar en el frente? Apuesto a que realizaste muchas hazañas en el campo de batalla.

El soldado vacía su copa en silencio. El rufián se la vuelve a llenar y muestra una sonrisa aun más zalamera.

Ahora que somos amigos, ¿qué tal si me cuentas algunas historias de la guerra?. Tus brazos son grandes y fuertes, ¿a cuántos soldados enemigos matas…?

Sin mediar palabra, el soldado arroja el contenido de su copa a la cara. El rufián se pone hecho una furia y saca un cuchillo. En cuanto sale de la vaina, el puño de Kaim lo lanza volando por el aire. Ante la poderosa unión de Kaim y el soldado, el rufián sale corriendo mascullando maldiciones.

Los dos hombres lo ven huir y comparten una débil sonrisa. A Kaim no le hace falta hablar con el soldado para saber que vive en una profunda tristeza. Por su parte, el soldado, tras haber engañado a la muerte en repetidas ocasiones, es consciente de la sombra que acecha en la expresión de Kaim.

El barullo volvió a la taberna. Kaim y el soldado comparten unas bebidas.

Tengo una esposa y una hija que no he visto desde que me enrolé – dice el soldado- hace ya tres largos años.

Por primera vez se permite sonreír tímidamente mientras saca del bolsillo una foto de su mujer y su hija y se la enseña a Kaim: la esposa es una mujer de lozana frescura, la hija es aún muy joven.

Ellos son la razón por la que he sobrevivido. La idea de volver vivo a casa con ellos era lo que me daba fuerzas en el combate.

¿Tu hogar está lejos de aquí?

No, mi pueblo está justo tras el siguiente paso. Estoy seguro de que han oído que la guerra ha terminado y están deseando que vuelva.

Si él quisiera podría estar en casa esta noche. Está muy cerca.

Pero…- El soldado acaba el trago de licor y gruñe- Tengo miedo.

¿Miedo?, ¿De qué?

Quiero ver a mi esposa y a mi hija, pero tengo miedo de que me vean. No sé cuántos hombres habré matado en estos tres años. No tuve elección. Tuve que haberlo para seguir vivo. Si quería volver con mi familia, no tenía otra opción salvo matar un soldado enemigo tras otro, y cada uno de ellos tenía una familia que había dejado en casa. Para sobrevivir en el combate, tenías que seguir matando para que no te mataran. En el frente no tenía tiempo para pensar en esas cosas. Estaba ocupado intentando sobrevivir. Aunque ahora lo veo, ahora que la guerra ha terminado. Hay tres años de pecados grabados en mi cara. La cara de un asesino. No quiero enseñar esta cara a mi mujer y a mi hija. El soldado saca una bolsa de piel de la que extrae una pequeña piedra. Le dice a Kaim que es una gema sin pulir, algo que encontró poco después de marchar al campo de batalla.

¿Una gema?- pregunta Kaim sin convencimiento -. La piedra de la mesa es de un negro apagado sin indicios del brillo que debería tener una gema.

Brillaba cuando la encontré. Estaba seguro de que a mi hija la encantaría cuando se la llevara a casa. Pero, poco a poco, la piedra perdió su brillo y se volvió oscura. Cada vez que mataba a un soldado enemigo, algo parecido a la mancha de su sangre aparecía en la superficie de la piedra. La piedra está manchada con los pecados que he cometido. La llamo mi “piedra de los pecados”.

No tienes porqué sentirte tan culpable. Tuviste que hacerlo para seguir vivo.

Lo sé -dice el soldado-. Lo sé. Pero aun así… Al igual que yo, los hombres que maté tenían pueblos a los que volver y familias que los esperaban allí.

El soldado hace una pausa antes de dirigirse de nuevo a Kaim:

Supongo que tú también tendrás familia. Kaim niega con la cabeza.

No -dice-. No tengo familia.

¿Un pueblo al menos?

No tengo hogar al que volver.

Un eterno viajero, ¿eh?

Pues sí. Ese soy yo.

El soldado sonríe un poco y muestra a Kaim una sonrisa amarga. Cuesta decir cuánto cree lo que Kaim le ha dicho. Desliza su “piedra de los pecados” en la bolsa de piel y le dice:

¿Sabes lo que creo? Si la piedra se vuelve más oscura cada vez que quita una vida, debería recuperar algo de su brillo cada vez que salve una vida.

En lugar de responder, Kaim apura las últimas gotas de su licor de su copa y se levanta de la mesa. El soldado permanece en su silla y Kaim, mirándole fijamente, le da un consejo:

Si tienes un lugar al que volver, deberías volver. Tan solo ve, por mucho que te abrume la culpa. Estoy seguro de que tu esposa y tu hija lo entenderán. No eres un criminal. Eres un héroe: luchaste con el corazón para seguir vivo.

Me alegro de haberte conocido – dice el soldado – . Necesitaba oír eso.

Le ofrece la mano derecha a Kaim, y éste se la estrecha.

Espero que tus viajes vayan bien – dice el soldado.

Los tuyos acabarán pronto – dice Kaim con una sonrisa dirigiéndose a la puerta.

Justo entonces el rufián se lanza contra Kaim desde detrás, pistola en mano.

¡Cuidado! – grita el soldado, lanzándose hacia Kaim. Conforme Kaim gira, el rufián apunta y grita:

¡A mí nadie me trata así, hijo de perra!

El soldado salta entre los dos hombres y recibe un balazo en el abdomen.

Y así, tal y como ansiaba hacer, el soldado ha salvado una vida. Irónicamente, el soldado ha dado su única vida por la de Kaim, un hombre que no puede envejecer ni morir.

Tumbado en el suelo, casi inconsciente, el soldado pone la bolsa de piel en la mano de Kaim.

Mira mi “piedra de los pecados”, por favor. Quizás… quizás – dice sonriendo débilmente – , haya recuperado algo de su brillo.

La sangre brota de su boca, ahogando la risa.

Kaim mira dentro de la bolsa y dice:

Ahora brilla. Está limpia.

¿De verdad? – jadea el soldado – . Bien. Mi hija se pondrá muy contenta…

Sonríe con satisfacción y extiende la mano en busca de la bolsa. Con cuidado, Kaim coloca la bolsa en la mano del hombre y cierra sus dedos sobre ella. El soldado exhala su último aliento y la bolsa cae al suelo. La cara del hombre muerto tiene una expresión de paz.

Sin embargo, la “piedra de los pecados” del hombre, que se ha deslizado de la bolsa, sigue negra como siempre.

LA PARTIDA DE HANNA (MIL AÑOS DE SUEÑOS

Los miembros de la familia tienen los ojos llorosos cuando dan la bienvenida de nuevo en la posada a Kaim tras su largo viaje.

-Muchísimas gracias por venir.

Kaim comprende la situación al instante.

La hora del adiós está cerca.

La partida de Hanna

Pronto, demasiado pronto. Pero ya sabía que este día llegaría tarde o temprano, y no en un futuro lejano.

“Puede que no te vuelva a ver más”, le había dicho ella con una triste sonrisa cuando partió de viaje. Estaba acostada en la cama, sonriendo con su rostro de blancura casi transparente, terriblemente frágil, y por ende indescriptiblemente bello.

-¿Puedo ver a Hanna? El posadero asiente ligeramente con la cabeza.

-Pero no creo que vaya a reconocerte.

Le advierte a Kaim de que no ha abierto los ojos desde anoche. El ligero movimiento de su pecho indica que aún se aferra a un frágil hilo de vida, pero podía romperse en cualquier momento.

-Qué pena… Sé que para ti era muy importante venir a verla…

Otra lágrima resbala por la mejilla de la mujer.

-No te preocupes, no pasa nada –la tranquiliza Kaim.

Ha presenciado innumerables muertes, y su experiencia le ha enseñado mucho. La muerte arrebata el habla en primer lugar, luego la vista. Sin embargo, lo que sí que aguanta hasta el final es el oído. Aunque el enfermo pierda la conciencia, no es extraño que las voces de los familiares provoquen sonrisas o lágrimas.

Kaim rodea con su brazo el hombro de la mujer. -Tengo muchas historias de viajes para ella. Llevo esperando esto todo el tiempo que he pasado fuera.

En lugar de sonreír, la mujer deja escapar otra lágrima y asiente. -Y Hanna esperaba poder oír tus historias –dice con palabras entrecortadas por el llanto.

El posadero interviene. –Ojalá pudiera pedirte que descansaras del viaje antes de verla, pero…

-Por supuesto, la veré ahora mismo –dice Kaim, interrumpiendo la disculpa del hombre.

Queda muy poco tiempo.

Hanna, la única hija del posadero y de su esposa, probablemente no pase del próximo amanecer.

Kaim deja su equipaje en el suelo y abre sin hacer ruido la puerta del cuarto de Hanna.

Hanna fue muy débil desde su nacimiento. Lejos de disfrutar de la oportunidad de viajar, apenas había salido del pueblo, siquiera del vecindario, donde había nacido y crecido. El médico había dicho a sus padres que aquella niña difícilmente llegaría a adulta. Los dioses habían reservado un triste destino para aquella diminuta niña de rasgos de muñeca extraordinariamente bellos.

Tal vez los propios dioses intentaran expiar esta cruel injusticia haciendo que la niña fuera la hija única de los dueños de una pequeña posada de carretera.

Hanna no podía ir a ninguna parte, pero los huéspedes de la posada de sus padres le solían contar historias sobre ciudades, países, paisajes y gentes que ella nunca conocería. Cuando un nuevo huésped llegaba a la posada, Hanna siempre desplegaba su batería de preguntas:

“¿De dónde eres?”, “¿A qué te dedicas?”, “¿Me cuentas una historia?”.

Solía sentarse y escuchar aquellas historias con ojos brillantes y vivos, instaba al viajero a pasar rápido al siguiente episodio con un “¿Y luego? ¿Y luego?”. Cuando se marchaban, siempre les rogaba: “¡Por favor, vuelve y cuéntame montones de historias sobre países lejanos! Solía quedarse despidiendo con la mano al viajero hasta que desaparecía de la vista por la carretera. Luego soltaba un melancólico suspiro y volvía a la cama.

Hanna duerme profundamente.

No hay nadie más en la habitación, lo que tal vez indica que hace tiempo que los médicos la dieron por perdida.

Kaim se sienta en una silla cercana a la cama y la saluda con una sonrisa. –Hola, Hanna. He vuelto. Ella no responde. Su pequeño pecho, que aún no tiene los rasgos del de una adulta, sube y baja casi imperceptiblemente.

-Esta vez fui mucho más allá del océano –le cuenta Kaim-. El océano del lado desde el que sale el sol. Tomé un barco, en un muelle lejos, lejísimos, mucho más allá de las montañas que ves desde esta ventana, y estuve en alta mar desde el momento en que la luna era un círculo perfecto en el cielo, mientras fue haciéndose cada vez más pequeña y luego cada vez más grande, y hasta que estuvo llena de nuevo. Allá donde alcanzaba la vista no había más que mar. Tan solo agua y cielo. ¿Te lo imaginas, Hanna? Nunca has visto el mar, pero estoy seguro de que la gente te habrá hablado sobre él. Es como un charco enorme e infinito.

Kaim se ríe para sí mismo y parece que las mejillas pálidas de Hanna se mueven ligeramente.

Puede oírlo. Aunque no pueda hablar ni ver, sus oídos aún están vivos.

Kaim, convencido y confiando en que eso sea verdad, continúa el relato de la historia de sus viajes. No dice palabras de despedida. Como siempre con Hanna, Kaim sonríe con una dulzura que nunca ha tenido con nadie más, y prosigue narrando sus historias con una voz alegre, que a veces incluso acompaña de gestos exagerados.

Le habla del océano azul.

Le habla del cielo azul.

Pero no le dice nada sobre la despiadada batalla naval que tiñó de rojo el océano.

Nunca le habla sobre esas cosas.

Hanna aún era una niña muy pequeña cuando Kaim se hospedó por primera vez en el hostal. Cuando, con su condición infantil y su sonrisa inocente, ella le asaltó con sus preguntas sobre su origen y le pidió que le contara sus historias, Kaim sintió algo dentro de su pecho.

Aquella vez volvía de una batalla. Más exactamente, había terminado una batalla e iba camino de otra. Su vida consistía en vagar de un campo de batalla a otro, y nada de eso había cambiado desde entonces.

Ha segado la vida de innumerables soldados enemigos y presenciado la muerte de infinidad de camaradas en el campo de batalla. En realidad, lo único que separa a los enemigos de los camaradas es una mera cuestión de suerte. Si las ruedas del destino hubieran girado de manera diferente, sus enemigos habrían sido camaradas y sus camaradas, enemigos. Tal es el sino del mercenario.

En aquella época, su ánimo estaba destrozado y se sentía insoportablemente solo. Como ser inmortal, Kaim no temía a la muerte, razón por la cual los rostros de los soldados están deformados por el miedo, y por la que el rostro de cada hombre que murió sufriendo quedó grabado a fuego en su memoria.

Normalmente, solía pasar las noches bebiendo en la carretera. Sumiéndose en el sopor etílico –o fingiendo sumirse en él- intentaba obligarse a olvidar lo inolvidable. No obstante, cuando vio la sonrisa de Hanna al pedirle que le contara historias sobre su largo viaje, sintió un consuelo más cálido y profundo del que nunca hubiera obtenido del licor. Le habló de muchas cosas… De una flor preciosa que descubrió en un campo de batalla. De la belleza cautivadora de la bruma cuando invade el bosque la noche previa al combate final.

Del incomparable sabor del agua del manantial de un barranco en el que sus hombres y él se habían refugiado tras haber perdido una batalla. Del vasto e inabarcable cielo azul que vio tras una batalla.

Nunca le contaba nada triste. Omitía todo lo referente a la mezquindad del ser humano y la estupidez que presenciaba sin cesar en el campo de batalla. Le ocultó su condición de mercenario, las razones que le llevaban a viajar constantemente, y le hablaba solo de cosas bonitas, dulces y agradables. Ahora comprende que si sólo le contó a Hanna ese tipo de historias bonitas sobre sus viajes no fue tanto por no corromper la inocencia de la niña, sino por el bien de sí mismo.

Quedarse en la posada en la que Hanna esperaba verle de nuevo terminó por convertirse en uno de los pequeños placeres de la vida de Kaim. Narrarle los recuerdos con los que volvía de sus viajes le hacía sentir una ligera redención, por tenue que fuera.

Su amistad con la niña continuó cinco años, diez años. Poco a poco, ella se acercaba a la edad adulta, lo que significaba que, tal como los médicos habían predicho, cada día se acercaba más a la muerte.

Y ahora, Kaim termina la última historia de viajes que compartirá con ella. No podrá volver a verla, no podrá contarle sus historias de nuevo.

Antes del alba, cuando la oscuridad de la noche alcanza su cenit, las pausas en la respiración de Hanna se vuelven más largas.

El frágil hilo de su vida está a punto de ceder mientras Kaim y sus padres la cuidan.

La lucecita que anidó en el pecho de Kaim se apagará. Sus solitarios viajes, esos largos viajes sin fin, comenzarán de nuevo mañana.

-Pronto estarás partiendo hacia tus propios viajes, Hanna –le dice Kaim con dulzura-. Partirás a un mundo que nadie conoce, un mundo que nunca ha aparecido en las historias que has oído hasta ahora. Por fin podrás dejar tu cama y vagar por donde quieras. Serás libre.

Quiere hacerle saber que la muerte no es sufrimiento, sino una mezcla de alegría y lágrimas. –Ahora te toca a ti. Procura contarle a todo el mundo los recuerdos de tu viaje. Sus padres harán ese mismo viaje algún día. Y algún día Hanna podrá reencontrarse más allá del cielo con todos los huéspedes de que conoció en la posada.

Y yo, sin embargo, nunca viajaré allí. Nunca podré escapar de este mundo. Nunca te volveré a ver.

-Esto no es una despedida. Es solo el comienzo de tu viaje.

Le dice una última cosa. -Nos volveremos a ver.

Es su última mentira.

Hanna parte hacia su viaje. En su rostro aparece una sonrisa tranquila, como si acabara de decir un “hasta pronto”. Sus ojos no volverán a abrirse. Una solitaria lágrima resbala lentamente por su mejilla.

Fin

UNA FLOR AMARILLA (Julio Cortázar, 1956)

PARECE UNA BROMA, pero somos inmortales. Lo sé por la negativa, lo sé porque conozco al único mortal. Me contó su historia en un bistró de la rue Cambronne, tan borracho que no le costaba nada decir la verdad aunque el patrón y los viejos clientes del mostrador se rieran hasta que el vino se les salía por los ojos. A mí debió verme algún interés pintado en la cara, porque se me apiló firme y acabamos dándonos el lujo de la mesa en un rincón donde se podía beber y hablar en paz. Me contó que era jubilado de la municipalidad y que su mujer se había vuelto con sus padres por una temporada, un modo como otro cualquiera de admitir que lo había abandonado. Era un tipo nada viejo y nada ignorante, de cara reseca y ojos tuberculosos. Realmente bebía para olvidar, y lo proclamaba a partir del quinto vaso de tinto. No le sentí ese olor que es la firma de París pero que al parecer sólo olemos los extranjeros. Ytenía las uñas cuidadas, y nada de caspa. Contó que en un autobús de la línea 95 había visto a un chico de unos trece años, y que al rato de mirarlo descubrió que el chico se parecía mucho a él, por lo menos se parecía al recuerdo que guardaba de sí mismo a esa edad. Poco a poco fue admitiendo que se le parecía en todo, la cara y las manos, el mechón cayéndole en la frente, los ojos muy separados, y más aun en la timidez, la forma en que se refugiaba en una revista de historietas, el gesto de echarse el pelo hacia atrás, la torpeza irremediable de los movimientos. Se le parecía de tal manera que casi le dio risa, pero cuando el chico bajó en la rue de Rennes, él bajó también y dejó plantado a un amigo que lo esperaba en Montparnasse. Buscó un pretexto para hablar con el chico, le preguntó por una calle y oyó ya sin sorpresa una voz que era su voz de la infancia. El chico iba hacia esa calle, caminaron tímidamente juntos unas cuadras. A esa altura una especie de revelación cayó sobre él. Nada estaba explicado pero era algo que podía prescindir de explicación, que se volvía borroso o estúpido cuando se pretendía —como ahora— explicarlo. Resumiendo, se las arregló para conocer la casa del chico, y con el prestigio que le daba un pasado de instructor de boy scouts se abrió paso hasta esa fortaleza de fortalezas, un hogar francés. Encontró una miseria decorosa y una madre avejentada, un tío jubilado, dos gatos. Después no le costó demasiado que un hermano suyo le confiara a su hijo que andaba por los catorce años, y los dos chicos se hicieron amigos. Empezó a ir todas las semanas a casa de Luc;la madre lo recibía con café recocido, hablaban de la guerra, de la ocupación, también de Luc. Lo que había empezado como una revelación se organizaba geométricamente, iba tomando ese perfil demostrativo que a la gente le gusta llamar fatalidad. Incluso era posible formularlo con las palabras de todos los días: Luc era otra vez él, no había mortalidad, éramos todos inmortales. —Todos inmortales, viejo. Fíjese, nadie había podido comprobarlo y me toca a mí, en un 95. Un pequeño error en el mecanismo, un pliegue del tiempo, un avatar simultáneo en vez de consecutivo, Luc hubiera tenido que nacer después de mi muerte, y en cambio… Sin contar la fabulosa casualidad de encontrármelo en el autobús. Creo que ya se lo dije, fue una especie de seguridad total, sin palabras. Era eso y se acabó. Pero después empezaron las dudas, por que en esos casos uno se trata de imbécil o toma tranquilizantes. Yjunto con las dudas, matándolas una por una, las demostraciones de que no estaba equivocado, de que no había razón para dudar. Lo que le voy a decir es lo que más risa les da a esos imbéciles, cuando a veces se me ocurre contarles. Luc no solamente era yo otra vez, sino que iba a ser como yo, como este pobre infeliz que le habla. No había más que verlo jugar, verlo caerse siempre mal, torciéndose un pie o sacándose una clavícula, esos sentimientos a flor de piel, ese rubor que le subía a la cara apenas se le preguntaba cualquier cosa. La madre, en cambio, cómo les gusta hablar, cómo le cuentan a uno cualquier cosa aunque el chico esté ahí muriéndose de vergüenza, las intimidades más increíbles, las anécdotas del primer diente, los dibujos de los ocho años, las enfermedades… La buena señora no sospechaba nada, claro, y el tío jugaba conmigo al ajedrez, yo era como de la familia, hasta les adelanté dinero para llegar a un fin de mes. No me costó ningún trabajo conocer el pasado de Luc,bastaba intercalar preguntas entre los temas que interesaban a los viejos: el reumatismo del tío, las maldades de la portera, la política. Así fui conociendo la infancia de Luc entre jaques al rey y reflexiones sobre el precio de la carne, y así la demostración se fue cumpliendo infalible. Pero entiéndame, mientras pedimos otra copa: Luc era yo, lo que yo había sido de niño, pero no se lo imagine como un calco. Más bien una figura análoga, comprende, es decir que a los siete años yo me había dislocado una muñeca y Luc la clavícula, y a los nueve habíamos tenido respectivamente el sarampión y la escarlatina, y además la historia intervenía, viejo, a mí el sarampión me había durado quince días mientras que a Luc lo habían curado en cuatro, los progresos de la medicina y cosas por el estilo. Todo era análogo y por eso, para ponerle un ejemplo al caso, bien podría suceder que el panadero de la esquina fuese un avatar de Napoleón, y él no lo sabe porque el orden no se ha alterado, porque no podrá encontrar se nunca con la verdad en un autobús; pero si de alguna manera llegara a darse cuenta de esa verdad, podría comprender que ha repetido y que está repitiendo a Napoleón, que pasar de lavaplatos a dueño de una buena panadería en Montparnasse es la misma figura que saltar de Córcega al trono de Francia, y que escarbando despacio en la historia de su vida encontraría los momentos que corresponden a la campaña de Egipto, al consulado y a Austerlitz, y hasta se daría cuenta de que algo le va a pasar con su panadería dentro de unos años, y que acabará en una Santa Helena que a lo mejor es una piecita en un sexto piso, pero también vencido, también rodeado por el agua de la soledad, también orgulloso de su panadería que fue como un vuelo de águilas. Usted se da cuenta, ¿no?. Yo me daba cuenta, pero opiné que en la infancia todos tenemos enfermedades típicas a plazo fijo, y que casi todos nos rompemos alguna cosa jugando al fútbol. —Ya sé, no le he hablado más que de las coincidencias visibles. Por ejemplo, que Luc se pareciera a mí no tenía importancia, aunque sí la tuvo para la revelación en el autobús. Lo verdaderamente importante eran las secuencias, y eso es difícil de explicar porque tocan al carácter, a recuerdos imprecisos, a fábulas de la infancia. En ese tiempo, quiero decir cuando tenía la edad de Luc,yo había pasado por una época amarga que empezó con una enfermedad interminable, después en plena convalecencia me fui a jugar con los amigos y me rompí un brazo, y apenas había salido de eso me enamoré de la hermana de un condiscípulo y sufrí como se sufre cuando se es incapaz de mirar en los ojos a una chica que se está burlando de uno. Luc se enfermó también, apenas convaleciente lo invitaron al circo y al bajar de las graderías resbaló y se dislocó un tobillo. Poco después su madre lo sorprendió una tarde llorando al lado de la ventana, con un pañuelito azul estrujado en la mano, un pañuelo que no era de la casa. Como alguien tiene que hacer de contradictor en esta vida, dije que los amores infantiles son el complemento inevitable de los machucones y las pleuresías. Pero admití que lo del avión ya era otra cosa. Un avión con hélice a resorte, que él había traído para su cumpleaños. —Cuando se lo di me acordé una vez más del Meccano que mi madre me había regalado a los catorce años, y de lo que me pasó. Pasó que estaba en el jardín, a pesar de que se venía una tormenta de verano y se oían ya los truenos, y me había puesto a armar una grúa sobre la mesa de la glorieta, cerca de la puerta de calle. Alguien me llamó desde la casa, y tuve que entrar un minuto. Cuando volví, la caja del Meccano había desaparecido y la puerta estaba abierta. Gritando desesperado corrí a la calle donde ya no se veía a nadie, y en ese mismo instante cayó un rayo en el chalet de enfrente. Todo eso ocurrió como en un solo acto, y yo lo estaba recordando mientras le daba el avión a Luc y él se quedaba mirándolo con la misma felicidad con que yo había mirado mi Meccano. La madre vino a traerme una taza de café, y cambiábamos las frases de siempre cuando oímos un grito. Luc había corrido a la ventana como si quisiera tirarse al vacío. Tenía la cara blanca y los ojos llenos de lágrimas, alcanzó a balbucear que el avión se había desviado en su vuelo, pasando exactamente por el hueco de la ventana entreabierta. «No se lo ve más, no se lo ve más», repetía llorando. Oímos gritar más abajo, el tío entró corriendo para anunciar que había un incendio en la casa de enfrente. ¿Comprende, ahora?Sí, mejor nos tomamos otra copa. Después, como yo me callaba, el hombre dijo que había empezado a pensar solamente en Luc,en la suerte de Luc. Su madre lo destinaba a una escuela de artes y oficios, para que modestamente se abriera lo que ella llamaba su camino en la vida, pero ese camino ya estaba abierto y solamente él, que no hubiera podido hablar sin que lo tomaran por loco y lo separaran para siempre de Luc,podía decirle a la madre y al tío que todo era inútil, que cualquier cosa que hicieran el resultado sería el mismo, la humillación, la rutina lamentable, los años monótonos, los fracasos que van royendo la ropa y el alma, el refugio en una soledad resentida, en un bistró de barrio. Pero lo peor de todo no era el destino de Luc;lo peor era que Luc moriría a su vez y otro hombre repetiría la figura de Luc y su propia figura, hasta morir para que otro hombre entrara a su vez en la rueda. Luc ya casi no le importaba; de noche, su insomnio se proyectaba más allá hasta otro Luc,hasta otros que se llamarían Robert o Claude o Michel, una teoría al infinito de pobres diablos repitiendo la figura sin saberlo, convencidos de su libertad y su albedrío. El hombre tenía el vino triste, no había nada que hacerle. —Ahora se ríen de mí cuando les digo que Luc murió unos meses después, son demasiado estúpidos para entender que… Sí, no se ponga usted también a mirarme con esos ojos. Murió unos meses después, empezó por una especie de bronquitis, así como a esa misma edad yo había tenido una infección hepática. A mí me internaron en el hospital, pero la madre de Luc se empeñó en cuidarlo en casa, y yo iba casi todos los días, y a veces llevaba a mi sobrino para que jugara con Luc. Había tanta miseria en esa casa que mis visitas eran un consuelo en todo sentido, la compañía para Luc,el paquete de arenques o el pastel de damascos. Se acostumbraron a que yo me encargara de comprar los medicamentos, después que les hablé de una farmacia donde me hacían un descuento especial. Terminaron por admitirme como enfermero de Luc,y ya se imagina que en una casa como ésa, donde el médico entra y sale sin mayor interés, nadie se fija mucho si los síntomas finales coinciden del todo con el primer diagnóstico… ¿Por qué me mira así?¿He dicho algo que no esté bien? No, no había dicho nada que no estuviera bien, sobre todo a esa altura del vino. Muy al contrario, a menos de imaginar algo horrible la muerte del pobre Luc venía a demostrar que cualquiera dado a la imaginación puede empezar un fantaseo en un autobús 95 y terminarlo al lado de la cama donde se está muriendo calladamente un niño. Para tranquilizarlo, se lo dije. Se quedó mirando un rato el aire antes de volver a hablar. —Bueno, como quiera. La verdad es que en esas semanas después del entierro sentí por primera vez algo que podía parecerse a la felicidad. Todavía iba cada tanto a visitar a la madre de Luc,le llevaba un paquete de bizcochos, pero poco me importaba ya de ella o de la casa, estaba como anegado por la certidumbre maravillosa de ser el primer mortal, de sentir que mi vida se seguía desgastando día tras día, vino tras vino, y que al final se acabaría en cualquier parte y a cualquier hora, repitiendo hasta lo último el destino de algún desconocido muerto vaya a saber dónde y cuándo, pero yo sí que estaría muerto de verdad, sin un Luc que entrara en la rueda para repetir estúpidamente una estúpida vida. Comprenda esa plenitud, viejo, envídieme tanta felicidad mientras duró. Porque, al parecer, no había durado. El bistró y el vino barato lo probaban, y esos ojos donde brillaba una fiebre que no era del cuerpo. Ysin embargo había vivido algunos meses saboreando cada momento de su mediocridad cotidiana, de su fracaso conyugal, de su ruina a los cincuenta años, seguro de su mortalidad inalienable. Una tarde, cruzando el Luxemburgo, vio una flor. —Estaba al borde de un cantero, una flor amarilla cualquiera. Me había detenido a encender un cigarrillo y me distraje mirándola. Fue un poco como si también la flor me mirara, esos contactos, a veces… Usted sabe, cualquiera los siente, eso que llaman la belleza. Justamente eso, la flor era bella, era una lindísima flor. Yyo estaba condenado, yo me iba a morir un día para siempre. La flor era hermosa, siempre habría flores para los hombres futuros. De golpe comprendí la nada, eso que había creído la paz, el término de la cadena. Yo me iba a morir y Luc ya estaba muerto, no habría nunca más una flor para alguien como nosotros, no habría nada, no habría absolutamente nada, y la nada era eso, que no hubiera nunca más una flor. El fósforo encendido me abrasó los dedos. En la plaza salté a un autobús que iba a cualquier lado y me puse absurdamente a mirar, a mirar todo lo que se veía en la calle y todo lo que había en el autobús. Cuando llegamos al término mino, bajé y subí a otro autobús que llevaba a los suburbios. Toda la tarde, hasta entrada la noche, subí y bajé de los autobuses pensando en la flor y en Luc,buscando entre los pasajeros a alguien que se pareciera a Luc,a alguien que se pareciera a mí o a Luc,a alguien que pudiera ser yo otra vez, a alguien a quien mirar sabiendo que era yo, y luego dejarlo irse sin decirle nada, casi protegiéndolo para que siguiera por su pobre vida estúpida, su imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra… Pagué.

HISTORIA DE HISTORIAS

Páginas en blanco. Vivencias escritas en la memoria. Momentos impresos en recuerdos perpetuos, hasta que se cruzan con el olvido. Palabras mudas infestadas de temor, grabadas a fuego en remotos rincones ocultos. Tinta invisible a ojos que no ven. Emociones inertes a gentes que no sienten.

Lo cierto es que todo libro cuenta, al menos, una historia. Ya sea grande o pequeño, viejo o nuevo, un libro relata hechos pasados o imaginados, sucedidos o inventados, que quiere e intenta transmitir. En él, leyenda y realidad se entremezclan, tejiendo telarañas de tramas que traman dar caza al lector, mientras letra a letra van formándose las frases de un texto que, con o sin sentido, queda escrito.

Protagonistas que pasan desapercibidos, convirtiéndose en meros secundarios anodinos que no aportan nada, siendo sus hechos dignos de ser ignorados, como ellos mismos. Personajes que deambulan sin pena ni gloria por lo que es su historia, pero al menos la tienen, propia. Y, de entre ellos, los hay que ocupan apenas unas líneas que se olvidan al pasar página. Los menos, crean relatos dignos de ser contados, y escritos, que perduran y permanecen.

En el frío suelo del dolor yacen hojas amarillentas y arrugadas, arrancadas y hechas pedazos. Entre líneas pueden entreverse trazos de relatos amargos, frases compuestas por palabras malditas que es mejor no leer. Historias, para olvidar.

En el cálido regazo de los deseos los sueños se escriben con letras bonitas. Su armonía y belleza se ensaya en hojas marchitas, mientras grandes libros de hermosas tapas labradas quedan prestos a contener relatos con finales felices. Pero en toda historia feliz hay una triste, que no suele ser contada.

– ¿Quién va a querer leer o escuchar historias tristes? – Se preguntó una vez un contador de historias. – Aquél que es feliz no necesita escucharlas para serlo aún más, y quien se siente desdichado no va a querer leerlas para incrementar su pesar. Las historias tristes se escriben por necesidad, no por placer. No necesitan ser leídas o contadas, como sucede con el resto de historias. Se conforman con quedar en un trozo de papel, y lograr arrancar una parte de la pena de quien las ha escrito.

Aun así, cada historia, sin excepciones, tiene un don: nunca sabrás si te va a gustar, si va a lograr expresar ese algo que forma parte de su esencia, mientras no la leas. Y esto, virtud o defecto, es innato a todas ellas.

Porque, por muy tristes que estas sean, por mucha pena, desdicha y pesar que contengan, pueden albergar belleza si logran transmitir, llegar a quien está aventurándose en ellas.

Aunque es mucho más difícil ver la belleza en una flor marchita.

Al final, todo son historias. Historias sin título. Historias con punto final. Cada momento, cada acontecimiento, es una historia de historias. De pequeñas grandes historias nunca escritas, jamás contadas.

Pequeñas grandes historias de historias… vividas.

ACCESO NO AUTORIZADO (Belén Gopegui, 2011)

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SINOPSIS

Un thriller político e informático con personajes que se parecen mucho a una vicepresidenta concreta y a un ministro concreto.

Una historia de insólita confianza entre desconocidos que pone al descubierto la soledad y la violencia del poder en todas sus formas.

«No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.»(Mercedes Soriano, Historia de no, Alfaguara, 1989). Así piensa el hacker que se infiltra en un ordenador ajeno con la intención construir una relación que salve a un amigo de las redes oscuras del tráfico de información confidencial.

«No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.» Así piensa la vicepresidenta del gobierno, que todavía no ha perdido la esperanza en el cambio.

«No somos más que bolas de billar en un tablero que obe- dece siempre a la misma cascada de causas y efectos», pero, en contadas ocasiones, una leve objeción o, incluso, una omisión puede cambiar el rumbo de las cosas. Nunca creeríamos que una persona normal pudiera estar «dispuesta a jugarse su expectativa de una vida razonable y no sobresaltada», pero hay excepciones. Porque a veces la intensidad del deseo acaba con toda prudencia. A veces no podemos contener nuestras ganas de saber.

OPINION

Una vez más, Gopegui trasciendeel género en el que se ennmarca su novela y nos ofrece una historia de fracasos, de sueños no cumplidios,de caminos que nunca terminan de cruzarse.

Además, y como también viene siendo habitual en sus textos, nos ayudaa entender la realidad política actual y abre nuevas vías de conocimiento, nuevas posibilidades, nuevas lecturas.

Leer «Acceso no autorizado» es una apuesta por el crecimiento personal, un órdago al mutismo y a la doble moral de los actuales medios de comunicación, una apuesta por el querer saber más allá de lo que nos quieren contar.